11 abril 2011

La explicación


-Sí, sí… todo lo que quieras, pero yo me llamo Teresa.

Con esa frase gané batallas… bueno, no tanto, pero he cerrado varias discusiones, de esas patéticas en las que uno compite a ver quién es más miserable y sufre más. Y claro, gané. Gano, siempre gano; porque nadie se quiere llamar Teresa. Nadie que yo conozca.
La cuestión es que ese es el segundo nombre que eligió la turra de mi vieja para llamarme, con excusas dignas de una patada voladora en la jeta como:
-Naciste el día de esa Santa (me lo dice la misma mujer que tira las cartas)
O:
-Tu tatarabuela se llamaba así (seamos honestos, a quién le importa un pito sus tatarabuelos?)

Ojo, amo a mi mamá con toda mi alma. Pero matarme apenas nacía clavándome ese Sr. Nombre no se justifica con nada! “hija no deseada, claramente” pensaba antes o “turros los otros que no la hicieron entrar en razón a tiempo”.

Lo cierto es que esto me terminó de formar el carácter, porque SIEMPRE estaba el pelotudo que me decía “Tere” en la escuela y yo me ponía loca. Entonces, encontré una solución cuestionable pero efectiva: piña. Así que me jodían -nunca dejaron de hacerlo- pero siempre había consecuencias porque no tenía problemas en fajar a nadie. A veces lloraba, pero a solas, no iba a dejar que esos hijos de puta me vieran así.
Hasta me acuerdo que llegué a rogarle a una profesora para que no diga mi nombre completo en una entrega de medallas. A ese punto llegaba mi trauma.

Nunca consideré cambiarme el nombre porque al fin de cuentas no quisiera herir los sentimientos de mi queridísima madre (créanme que es cierto, aunque en este texto no lo parezca), así que no me quedó otra más que…superarlo. Después de todo, es un nombre nada más! Carajo. Empecé a decir en público mi nombre completo, de a poco, cual adicto en recuperación en una reunión anónima.
-Hola, me llamo Lucía Teresa Sánchez.
Hasta que un día dejó ser incómodo y llegó a parecerme una estupidez haberme hecho tanto problema durante todos esos años.
Saqué conclusiones.
Con el tiempo entendí que si uno aprende a reirse de sí mismo y a no tomarse tan en serio, lo que opinen los demás, malintencionadamente o no, pierde ese valor “determinante” que a veces le damos a una simple palabra o frase, transformándola en un mounstro que nos persigue resonando en nuestras cabezas una y otra vez. Las palabras son eso, palabras. Una vez que se dicen, ya está, se fueron y no pueden volver. Somos nosotros los que elegimos darles valor o simplemente dejarlas ir. Así que, en este caso, decidí que ya no me importaba y ahora me río de todo eso.
Me llevó 21 años aprenderlo, tengo 24. Y todo por semejante pavada como un segundo nombre.

A veces me siento sabia, a veces una boluda importante (nunca una boluda cualquiera).

Y de todas formas… algún día voy a tener hijos y claro está, ellos tendrán segundo nombre. Ese va a ser mi legado. Será un legado de mierda, pero con suerte y teniendo mis genes, encontrarán alguna forma creativa de hacer su catarsis, aprenderán alguna lección o bueno…tendrán sus propios hijos a los cuales cagarles la vida bautizándolos con nombres de mierda.

6 comentarios:

  1. jajaja muy bueno che! tenes toda la razon

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  2. jaja loca de mierda, me hiciste reir!!! te quiero Teresita!!! :)

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  3. Muy bueno Tere, dijiste todo lo importante sobre este asunto jajajaja. Fuiste la voz de todos aquellos a los cuales sus padres le pusieron un segundo nombre que odian. Te quiero!!! Prueba superada.

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  4. me mori!!! encima teresa jajaja me mataste.. porque yo le digo a mi gata teresa! por sus teresos!! entonces me hiciste reir aun mas jajaja y me imaginaba tu cara si te lo contarta jejeejej soy maldita!

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  5. Genial, Lucía Teresa, como siempre

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